¿Qué está pasando?

Vivimos en la era de la información, justo cuando todo dato parece poder ser sacado de la red y creemos que cualquier solución está al alcance de un par de clics, vivimos también tiempos de manipulación, mentira y cambio constante. Ya nada está asegurado, todo puede cambiar en cualquier momento. Y en medio de todo esto somos testigos de un fenómeno insólito digno de estudio.

La Industria de la Moda es un brutal ente económico que emplea a millones de personas en el mundo, que hace ricas a otras tantas, permite desarrollar la creatividad de otras muchas y que nos da la posibilidad de definir nuestro estilo y llenar nuestros armarios. Sin embargo, parémonos por un momento a pensar el verdadero sentido de esta industria.

¿Cuál es su verdadero sentido?

Si nos vamos al origen de ello es fácil deducir que la industria textil nace como solución a una de nuestras necesidades primarias, que es vestir nuestro cuerpo para protegerlo de las inclemencias meteorológicas. Pero poco después, en épocas aún poco civilizadas, en las que la fuerza regía el poder, ya se apreciaba cómo determinados individuos dentro de un grupo vestían de forma diferente según su jerarquía. En la Antigua Grecia los más favorecidos vestían túnicas de lana fina o lino mientras que los campesinos portaban pieles y ropajes de lana gruesa. Comenzamos a distinguirnos por nuestra vestimenta etiquetando nuestra posición social. Y por tanto pasa de tener únicamente una función práctica a tener además una función estética y social.

Y lo cierto es que en aproximadamente 3.000 años esto poco ha cambiado en cuanto a concepto. Sin embargo, lo que si ha cambiado, y mucho, es la forma de comerciar con ello. Como ya ocurriera con la ganadería y agricultura, por cierto y curiosamente ambas industrias de primera necesidad también, el ser humano decidió en algún momento que no le bastaba con producir lo necesario, sino que era mucho mejor crear excedentes, exportar, negociar y multiplicar las posibilidades. ¡Todos contentos! Más trabajo, más dinero circulante, más prosperidad y mayores ingresos para todos. Hablamos de la agricultura y ganadería, pero no pasó mucho tiempo hasta que se dieron cuenta que esto era extrapolable a casi cualquier producto o servicio. Y todos seguíamos contentos…

A finales del siglo XIX las cosas, en cuanto a estética, se empezaron a parecer más a la actualidad -más clásica- de hoy día. Pero fue entrados ya en el siglo XX cuando la industria textil empezó a cobrar vida. Se sucedieron épocas de bonanza, guerra, postguerra y viceversa, quizás por la resaca de tiempos difíciles y años locos, o por el afán de salir del pozo y prosperar, comenzó a gestarse una catástrofe. Al principio lo llevamos bien. En aquellas primeras galerías comerciales primaba la atención, la calidad y el gusto. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que la influencia francesa e italiana comenzaba a marcar el ritmo de temporadas y tendencias. Empezó así la debacle.

Lo que se inició como propuesta, idea o sugerencia cada cierto tiempo coincidiendo con las estaciones del año, terminó por ser una incesante carrera por marcar la tendencia del momento. Hasta cierto punto esa rivalidad entre firmas resultaba atractiva e interesante. ¿Qué se llevará? ¿Con qué nos sorprenderán la próxima temporada?

A principios del siglo XIX la invención de la máquina de coser supondría un punto de inflexión en la Industria textil, pero no fue hasta 1851 cuando Isaac Merrit Singer mejoró su diseño y creó la máquina de coser que cambiaría todo, el modelo Family. Además, puso en marcha un sistema de venta revolucionario, que mediante una entrada de 5 dólares y una pequeña mensualidad permitía a todos pagar los 100 dólares que costaba en su totalidad, mientras que si se pagaba al contado su precio se reducía a la mitad. Nace así la venta a plazos -con su correspondientes intereses, ¡claro!- ¡Quién diría que se convertiría años más tarde en la forma habitual de pago de millones de personas!

La proliferación de nuevos métodos de costura más allá de los tradicionales y manuales, auguraba un horizonte de posibilidades impresionante. Y es que en EEUU en 1861 había más de 70 fabricantes de máquinas de coser que llegaron a vender más de 110.000 unidades. Supuso tal revolución este artilugio que, en China, a mediados del siglo XX, Singer era la empresa más conocida del país, ya que fue la detonante de una revolución en los talleres de confección. Si antes la mano del hombre era la que ponía límites al crecimiento de esta Industria, ahora era la máquina la que permitía que este crecimiento fuera infinito.

Y así fue.

Ya no servía con hacer uniformes para la armada, o para los niños del colegio, o para esos funcionarios del estado. Atrás quedaron los años del encargo y el plazo de entrega. La Industria Textil estaba en pleno apogeo, y la reducción de costes hacía cada vez más fácil acercar al pueblo esa moda cambiante y tendenciosa que hasta ahora sólo unos pocos podían disfrutar. Comienza la democratización del textil, y las cadenas de producción inician un frenético ascenso hacia el mundo de los excesos. Eso de comprar un traje clásico que durara media vida y pudiéramos arreglar indefinidamente pasa a ser historia.

¿Por qué tener uno si ahora puedes comprar cuatro?

El ser humano comienza a pensar en la compra de ropa más allá de la necesidad, descubre que puede convertirse en un placer más, un desahogo y liberación. De forma paralela la sociedad nos enseña, de la mano de avispadas empresas, que a través de la industria textil podemos definir nuestro estilo, podemos ser quiénes queramos. Y eso en un momento en el que todos estaban ansiosos por conseguirlo, fue la chispa que terminó por encender la pólvora.

Era posible entonces adquirir todo aquello que nos ayudaba a definirnos como persona, trabajador y parte de la sociedad. Y comenzamos a hacerlo, ¡claro! Un año queríamos ser el caballero perfecto de David Niven, luego el rebelde de Steve McQueen, y más tarde el bueno de JFK, con los años el camaleónico Brad Pitt, o el irreverente David Beckham, así sucesivamente. Pero llegó un momento en el que esto no era suficiente, ya no nos bastaba con emular a nuestros ídolos de película o estrella de rock, a comienzos del siglo XXI la proliferación de Internet comienza a interconectarnos, y los de aquella generación -y venideras- empezamos a sentirnos especiales, dominamos el nuevo mundo digital, nos gusta y nos sentimos libres por ello.

Internet, hoy día, nos permite aprender del estilo de un Australiano a 12.000 km de distancia mientras comentamos los looks de un sastre italiano al que visitamos la semana pasada gracias a un vuelo low cost. Un mundo de posibilidades está al alcance de nuestra mano, y aquellos emprendedores que saben sacar partido de las oportunidades, que han visto durante décadas a grandes grupos textiles fabricar en otra punta del planeta para venderlo a lo largo y ancho del mundo y que ahora es posible para cualquiera. Esas mismas grandes cadenas que batían una alocada guerra de precios, únicamente sostenible por grandes volúmenes de mercado propiciados por la globalización e interconexión de la que estábamos siendo testigos, y partícipes.

Con el ánimo de abarcar su pequeño trozo de pastel, la gran mayoría de firmas emergentes lejos de aportar una visión distinta, deciden, una tras otra, jugar a un juego para el que no están preparadas, esa lucha absurda de precios y cártel que distorsiona cualquier atisbo de coherencia y pone en entredicho su honestidad, que por supuesto tiene un peaje caro que pagar, y curiosamente el pagador es el cliente final.

La economía en esencia son puras y simples matemáticas y por ello es fácil demostrar que cuando un precio se reduce en un producto, sólo hay dos formas lógicas de hacerlo: Una, aumentando el volumen de producto para que un menor margen compense un menor beneficio, o dos, directamente reduciendo el producto en sí mismo: su calidad, servicio, presentación, etc. No hay más, es así de sencillo. Y es al juego al que hemos entrado a jugar. Fruto de seguir las fugaces tendencias, hemos querido comprar más y más -posiblemente porque recordad que descubrimos el placer en ello-, pero es que el dinero doméstico también es finito y, volviendo a las matemáticas simples: Si con el mismo dinero queremos comprar más, sólo hay dos formas lógicas de hacerlo: Una, reduciendo el coste de producto comprado. Dos, aplazando pagos. Tampoco hay más.

Así que fruto de la casualidad, mercado y consumidor se han encontrado en un punto de satisfacción interesante, uno viéndose obligado a producir más para sostener su modelo de negocio, y otro sintiendo la necesidad de consumir más para sostener su modelo de libertad y desahogo. Atrás quedaron los años de compras sopesadas, de armarios organizados o coherencia en el vestir.

Todo vale, nada importa ¡Total, pasará de moda!

Cual adictos descontrolados caemos en el vicio de la ganga sin ser conscientes de sus consecuencias, lo queremos ya, ahora. ¡Qué fue de la cultura del esfuerzo! Esos padres que nos cuentan cómo con su primer sueldo ahorraban para comprar unos buenos vaqueros, o cómo únicamente compraban un buen traje una vez al año. Hoy día sólo nos importa el acumulo, porque nos han hecho creer que es más quien más tiene. Sin realmente darle incluso valor al objeto en sí mismo, sino al conjunto global que rellena nuestras vidas ocupando un hueco que creíamos vacío.

¡Hoy lo necesito, y mañana no lo uso!

Algo está pasando, estamos cambiando. Tenemos vidas repletas de objetos que nos hicieron felices únicamente el día en el que fueron adquiridos, y al poco tiempo no valen nada.

 

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